Encontrar nuevas formas de hacerse prójimo
Ciudadanos y creyentes ante este tiempo y el que vendrá
Artículo publicado en italiano por Marco Impagliazzo, presidente de la Comunidad de Sant’Egidio en el L’Osservatore Romano
La emergencia que estamos viviendo estas semanas obliga a nuestra sociedad a cambios repentinos e inéditos. Las calles y las plazas, cotidianamente llenas de gente y de luces, se han convertido en oscuras y desiertas. El mundo ha cambiado en el plazo de muy pocos días, y hemos comprendido que quien no ha llevado nunca una mascarilla se verá obligado, tarde o temprano, a llevarla, en cualquier lugar del mundo. ¿Cómo afrontar, como ciudadanos y como creyentes, este tiempo y el que vendrá?
Experimentamos aprensión y turbación, nos confrontamos con el miedo aunque no queremos que éste nos domine. El compromiso y la dedicación de los trabajadores sanitarios, que combaten en primera línea la enfermedad, son el símbolo de una comunidad decidida a ayudar a todos, especialmente a los más débiles y vulnerables. Lo muestran las numerosas expresiones de voluntariado que permanecen al lado del más pobre y frágil. Los pobres, los ancianos, los afectados por patologías diferentes del covid-19, las personas discapacitadas, los sin techo, quien está en la cárcel, viven hoy su condición con un mayor sufrimiento. Es tarea de cada uno hacerles sentir una cercanía cariñosa y atenta, aunque menos “física” que en el pasado.
Tendremos que estar atentos a todos los que a nuestro alrededor se puedan encontrar en dificultad, quizá por estar solos, y entablar una conversación telefónica, mandar un mensaje, un mail, ofrecernos a comprar comida y medicinas. La epidemia revela nuestra debilidad, pero también hace emerger nuestra fuerza: un potencial de relaciones, de capacidad de cuidar y de tejer redes de relaciones, que se moviliza inmediatamente para evitar que muchos se precipiten en un infierno de soledad, mientras nos vemos separados para prevenir el contagio. Porque el infierno –lo cantaba incluso Dante- puede ser también un lugar frío, gélido, privado del calor de la vida y de sus interacciones, fáciles o difíciles. Y es sobre todo una dimensión “sin”: sin estrellas, sin tiempo, sin esperanza. Sin vida, sin gente, sin encuentros, sin abrazos, como ocurre en esta estación que muchos afrontan en soledad, sin el calor de una familia o de relaciones verdaderas.
En el “desierto” de estas semanas nos damos cuenta de la importancia de construir vidas llenas de relaciones. En el pasado hemos invertido poco en ello. La vida que construiremos después de la epidemia deberá ser más rica de relaciones, estar más densamente poblada de gente, de encuentros, de abrazos. “Toda persona está llamada a redescubrir qué cosas cuentan realmente, y de qué cosas se puede prescindir tranquilamente”, ha dicho el Papa Francisco en la audiencia del 11 de marzo. La prueba que estamos viviendo tendrá al menos la virtud de hacer crecer en todos el espacio de la interioridad, ayudando a madurar la conciencia de que se puede prescindir de la soledad, y que vivir bien significa construir una red de contactos y de relaciones. En el fondo esto es precisamente lo que hoy nos falta. “No es bueno que el hombre esté solo”, dice el Creador en el Génesis: la necesidad más profunda del hombre es la comunión de la amistad y de las relaciones. “La enfermedad aísla, y para vencerla debemos aislarnos, pero sabemos que no somos ni podemos ser islas”, afirmaba el Cardenal Matteo Zuppi en una reciente entrevista. Y continuaba: “La ausencia nos hace comprender la importancia de la presencia. Es la demostración de que no estamos hechos para vivir aislados. […] Es como un ayuno no deseado, no elegido, que nos ayuda sin embargo a darle un sentido a todo”. Que este ayuno refuerce nuestras defensas inmunitarias contra las tentaciones de la soledad. Que nos ayude a levantarlas contra el virus de la autosuficiencia para salvarnos de un aislamiento autoinducido, así como para rellenar lo que el Papa ha definido en una homilía en streaming como “el abismo de la indiferencia”, el abismo que separa a los pocos ricos epulones de los muchos lázaros de este mundo.
Cuando estos largos días de autoaislamiento concluyan, y salgamos de nuevo de nuestras casas, comprometámonos en tener un corazón más abierto al grito del otro, y aprendamos a sentir más vergüenza cuando se invoca la construcción de muros cada vez más altos. La pandemia nos muestra, paradójicamente, que todos estamos unidos, y que sólo con un esfuerzo común, de todos, saldremos de ésta. El mundo es interdependiente y los problemas lejanos se deben afrontar con la misma actitud y cuidado que los cercanos, preocupándose de la salud y la salvación de todos.
Esto lo hacemos, por otra parte, al obedecer las indicaciones de quedarnos en casa, un compromiso en favor de la comunidad, para que un anciano no se arriesgue más de lo debido, para que el sistema sanitario no se colapse. “Aquí o nos salvamos todos juntos o no se salva nadie”, ha dicho un joven maestro del sur que se encuentra en el norte por trabajo, y que no ha querido poner en riesgo a familiares, amigos y paisanos volviendo a su tierra. Lo mismo sirve a nivel global: la pandemia nos enseña que la salvación la encontramos todos juntos.
“Veo claramente que lo que la Iglesia más necesita hoy es la capacidad de curar las heridas y de reconfortar el corazón de los fieles, la cercanía, la proximidad”, dijo el Papa en la larga entrevista que concedió a “La Civiltà Cattolica” en agosto de 2013, cuando definió la Iglesia como “un hospital de campaña tras una batalla”, expresión que suscitó discusiones en su momento pero que al releerla hoy da mucho qué pensar.
El obispo de Roma entendía así el corazón del ser cristiano en todo tiempo, en todo contexto en el que se busque poner en práctica la fe: “cercanía, proximidad”. Hoy podríamos hablar de “sociabilidad”. ¿Qué ha sido de la sociabilidad en un tiempo de distanciamiento social? Se ve desafiada y limitada, por el propio bien de las personas que querrían vivirla. Pero cuando esta batalla sea ganada habrá necesidad de un “hospital de campaña”, tan precioso como las terapias intensivas de estos días, capaz de restituir ese respiro de proximidad que el virus le ha negado a una Cuaresma excepcional como nunca, y quizá –¿quién puede decirlo hoy?- a otras estaciones del futuro próximo.
Por responder a la pregunta inicial: estoy convencido que este tiempo nos pide encontrar nuevas formas de hacernos prójimos. Con inteligencia y creatividad podemos serlo incluso a distancia y descubrir quién es nuestro prójimo hoy, en especial los más débiles, pero también quien sufre lejos de nosotros por la guerra o el hambre, situaciones que parecen aún más lejanas en este tiempo. Si creemos que “todo irá bien”, como se lee en los miles de mensajes que se intercambian en estas horas, debemos también intentar salir mejores de esta prueba, más conscientes del tesoro de relaciones y de “redes” de las que tenemos una extrema necesidad. Se abrirán entonces las puertas que sin culpa están cerradas hoy, y caerán los muros culpablemente erigidos ayer, que nos han engañado pero no nos han protegido. Porque si todos estamos en la misma barca –como ha escrito un conocido periodista- es justo que los puertos estén abiertos para todos.