«Dar a los refugiados oportunidades de volver». La Tienda de Abraham de Sant’Egidio (Artículo de Ban Ki-Moon en El Mundo 12-11-2015)
La comunidad internacional debe desarrollar una respuesta global que favorezca a todos los flujos masivos de refugiados
Ban Ki-Moon
«No nos gusta crecer en un mundo en guerra porque es estúpido, e incluso los que ‘ganan’ terminan sufriendo». Esta rotunda declaración, más contundente y terminante que cualquier otra que haya escuchado en reuniones con dirigentes políticos de naciones, venía de una fuente incluso más autorizada: niños que han sobrevivido a conflictos, pobreza, privaciones y hasta a las manos criminales de traficantes de personas.
Estas palabras eran parte de un poema que unos niños me recitaron en el centro Tenda di Abramo de la Comunidad de San Egidio, en Roma, uno de los varios lugares de refugiados que he visitado en las últimas semanas a lo largo y ancho de Europa en una demostración de solidaridad, que se suma a los muchos encuentros celebrados con familias que viven en campamentos en el Líbano,Jordania, Turquía y otros países de acogida.
Las familias han perdido sus hogares, pero me siento cómodo entre ellas. Sentado con un pequeño grupo de personas procedentes de Oriente Próximo, África y aún más lejos, estaba escuchando atentamente cuando un niño pequeño me llamó la atención. «¿Cuántos años tienes?», le pregunté. «Seis», respondió con orgullo.
Me acordé de que, cuando tenía esa edad, me vi obligado a huir de mi propia casa durante la Guerra de Corea. Aunque nunca tuve que viajar tan lejos como lo han hecho ellos y me ahorré muchas de las terribles experiencias que les han marcado profundamente, conocí sobradamente todo el desasosiego y el miedo de abandonar mi pueblo mientras caían las bombas.
Nunca olvidaré cómo vi a mi abuelo buscar frenéticamente algo para alimentarnos en la ladera de la montaña en la que nos escondimos. Yo era demasiado pequeño para entender expresiones como «seguridad colectiva» pero, cuando vi a las tropas multinacionales que servían bajo la bandera de las Naciones Unidas (ONU), supe que no estábamos solos. Y cuando la ONU nos proporcionó suministros vitales, sentí los primeros síntomas de responsabilidad de corresponder al mundo que me había salvado.
Yo no soy especial. Todos los que he conocido en la Tenda di Abramo de Italia, en el Centro Humanitario Gabcíkovo de Eslovaquia y en el Centro de Acogida e Integración de Inmigrantes de España están deseosos de corresponder a la sociedad. Personas como Alou Sanogo Badara, un estudiante de 22 años, de Malí. Huyó del conflicto de su país, caminó a través de 3.000 kilómetros de desierto y lloró a los amigos que murieron a lo largo del camino. Más vidas aún se perdieron en la pequeña embarcación que lo trajo, junto con casi otras 100 personas, a través del Mediterráneo. Ahora, en Italia, por encima de la barrera cultural, afirma: «Aquí he encontrado amor y amistad«.
Una madre de dos niños, Sediqa Rahimi, de Afganistán, me dijo que se considera a sí misma un «agente de paz». Ver que sus propios hijos juegan alegremente, añadió, le traía a la memoria el trauma de su tierra: «¿Cuántos niños se despiertan en Afganistán con el sonido de disparos y bombas?». Ésta es la realidad aterradora de millones de sirios que han sufrido demasiado tiempo una guerra a la que los grupos y países con influencia deben esforzarse con urgencia en poner fin.
Al igual que millones de europeos y todos los demás que reconstruyeron de nuevo unas vidas destrozadas al término de la Segunda Guerra Mundial, los que llegan hoy quieren lo que quieren todas las personas: seguridad, estabilidad y un futuro mejor para sus seres queridos.
Estoy profundamente preocupado con aquéllos que explotan el sufrimiento estas personas a base de avivar la xenofobia y de vomitar un discurso de odio. Cosas así dividen comunidades, siembran inestabilidad y traicionan los valores y los principios de derechos humanos en que se basa la Unión Europea. Hago un llamamiento a los líderes europeos y a todos los demás, y al mundo, a unirse en una respuesta colectiva que refleje estos valores y que respete la dignidad de las personas que huyen de los conflictos y la pobreza.
El cierre de fronteras, las medidas de criminalización y detención no resolverán ninguno de los problemas. Antes al contrario, los países deben facilitar vías más seguras y legales para que entren inmigrantes y refugiados, más oportunidades de reasentamiento, mejores opciones de integración en los lugares de acogida y mayores inversiones en las operaciones de socorro, crónicamente faltas de financiación suficiente. Con ideas creativas, podemos generar oportunidades para más inmigrantes y refugiados (por ejemplo, mediante becas del sector privado), visados humanitarios y patrocinadores de la diáspora.
Esta respuesta solidaria es también una forma eficaz de luchar contra las redes de trata y tráfico de personas que se nutren de gente desesperada.
Está claro que las políticas actuales no son adecuadas. Es hora de que la comunidad internacional desarrolle una respuesta global a los flujos masivos de población. Estoy trabajando en unir países en un planteamiento más humano y coordinado del problema. Lo que se avance redundará en el interés común de todas las naciones.
Los niños que me encontré en el centro Tenda di Abramo de Roma cantaban que habían viajado desde diferentes continentes, concluyendo su actuación con un mensaje al mundo: «Pero, ¿dónde está la diferencia? Todos nosotros somos la humanidad«.