Palabras pronunciadas por Benedicto XVI en su visita a la casa para ancianos de la Comunidad de Sant’Egidio, el 12 de noviembre de 2012
«Queridos hermanos y queridas hermanas,
Me alegra realmente estar aquí con vosotros en esta casa-familia de la Comunidad de Sant’Egidio dedicada a los ancianos. Doy las gracias a vuestro presidente, Marco Impagliazzo, por las calurosas palabras que me ha dirigido. Con él, saludo a Andrea Riccardi, fundador de la Comunidad. Doy las gracias por su presencia al obispo auxiliar del centro histórico, monseñor Matteo Zuppi, al presidente del Pontificio Consejo para la Familia, monseñor Vincenzo Paglia, y a todos los amigos de la Comunidad de Sant’Egidio.
Vengo entre vosotros como obispo de Roma, pero también como anciano que visita a sus coetáneos. Es superfluo decir que conozco bien las dificultades, los problemas y los límites de esta edad, y sé que estas dificultades, para muchos, se agravan con la crisis económica. A veces, a una cierta edad, a veces uno mira al pasado, añorando cuando era joven, cuando tenía energías frescas, cuando tenía proyectos de futuro. De ese modo, a veces, la mirada se tiñe de tristeza, considerando esta época de la vida como el tiempo del ocaso. Esta mañana, dirigiéndome idealmente a todos los ancianos, aun siendo consciente de las dificultades que comporta nuestra edad, querría deciros con profunda convicción: ¡ser anciano es hermoso! En toda edad hay que saber descubrir la presencia y la bendición del Señor y las riquezas que contiene. ¡Nunca debemos dejar que la tristeza nos aprisione! Hemos recibido el don de una vida larga. Vivir es hermoso también a nuestra edad, a pesar de algún «achaque» y de alguna limitación. Que siempre haya en nuestro rostro la alegría de sentirnos amados por Dios, y no la tristeza.
En la Biblia, la longevidad es considerada una bendición de Dios; hoy esta bendición se ha difundido y debe ser considerada como un don que hay que apreciar y valorar. Pero a menudo la sociedad, dominada por la lógica de la eficiencia y del beneficio, no lo acoge como tal; es más, a menudo lo rechaza, considerando a los ancianos como no productivos, inútiles. Muchas veces se siente el sufrimiento de quien está marginado, vive lejos de su casa o está sumido en la soledad. Pienso que habría que trabajar con mayor empeño, empezando por las familias y las instituciones públicas, para que los ancianos puedan quedarse en su casa. La sabiduría de vida de la que somos portadores es una gran riqueza. La calidad de una sociedad, y diría incluso de una civilización, se juzga entre otras cosas por cómo son tratados los ancianos y por el lugar que se les reserva en la vida común. !Quien hace espacio a los ancianos hace espacio a la vida! ¡Quien acoge a los ancianos acoge la vida!
La Comunidad de Sant’Egidio, desde sus inicios, ha sostenido el camino de muchos ancianos, ayudándoles a quedarse en su ambiente de vida, abriendo casas familiares en Roma y en el mundo. Mediante la solidaridad entre jóvenes y ancianos, ha ayudado a hacer comprender que la Iglesia es efectivamente familia de todas las generaciones, en la que cada cual debe sentirse «en casa» y donde no reina la lógica del beneficio y del poseer, sino la de la gratuidad y del amor. Cuando la vida se hace más frágil, en los años de la vejez, nunca pierde su valor y su dignidad: cada uno de nosotros, en cualquier etapa de la vida, es querido, amado por Dios, cada un es importante y necesario (cfr Homilía para el inicio del Ministerio petrino, 24 de abril de 2005).
La visita de hoy se sitúa en el año europeo del envejecimiento activo y de la solidaridad entre generaciones. Y justamente en este contexto deseo afirmar que los ancianos son un valor para la sociedad, sobre todo para los jóvenes. No puede haber un verdadero crecimiento humano y una educación sin un contacto fecundo con los ancianos, porque su misma existencia es como un libro abierto en el que las jóvenes generaciones pueden encontrar preciosas indicaciones para el camino de la vida.
Queridos amigos, a nuestra edad a menudo vivimos la experiencia de necesitar ayuda de los demás; y eso le pasa también al Papa. En el Evangelio leemos que Jesús dijo al apóstol Pedro: «cuando eras joven, tú mismo te ceñías, e ibas adonde querías; pero cuando llegues a viejo, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras» (Jn 21,18). El Señor se refería a cómo el apóstol iba a dar testimonio de su fe hasta el martirio, pero esta frase nos hace reflexionar sobre el hecho de que la necesidad de ayuda es algo substancial al anciano. Querría invitaros a ver en esto un don del Señor, porque es una gracia ser ayudados y acompañados, sentir el cariño de los demás. Eso es importante en todas las fases de la vida: nadie puede vivir solo y sin ayuda; el ser humano es relacional. Y en esta casa veo, con placer, que los que ayudan y los que son ayudados forman una única familia, que tiene como savia vital el amor.
Queridos hermanos y hermanas ancianos, a veces los días parecen largos y vacíos, con dificultades, pocas cosas que hacer y pocas visitas; no os desaniméis nunca: vosotros sois una riqueza para la sociedad, incluso en el sufrimiento y en la enfermedad. Y esta fase de la vida es un don también para profundizar la relación con Dios. El ejemplo del beato papa Juan Pablo II ha sido y sigue siendo iluminador para todos. No olvidéis que entre los recursos preciosos que tenéis está el recurso esencial de la oración: convertíos en intercesores ante Dios, rezando con fe y con constancia. Rezad por la Iglesia, también por mí, por las necesidades del mundo, por los pobres, para que en el mundo no haya más violencia. La oración de los ancianos puede proteger el mundo, ayudándolo tal vez de manera más incisiva que el ajetrearse de muchos. Querría confiar hoy a vuestra oración el bien de la Iglesia y la paz en el mundo. El Papa os ama y cuenta con todos vosotros. Sentíos amados por Dios y sabed llevar a esta sociedad nuestra, que muchas veces es muy individualista y eficientista, un rayo del amor de Dios. Y Dios estará siempre con vosotros y con los que os ayuday con su cariño y con su apoyo.
Os confío a todos a la materna intercesión de la Virgen María, que acompaña siempre nuestro camino con su amor materno, y de buen grado os imparto a cada uno mi bendición. Gracias a todos.
Al finalizar su intervención, Benedicto XVI, hablando sin leer, dirigió unas palabras de saludo a los presentes: «Queridos amigos, salgo rejuvenecido y reforzado de esta visita de los ancianos, ver cómo también en la vejez la vida puede ser buena porque hay ángeles que te ayudan, ángeles visibles que visitan, ayudan, se preocupan y así ellos mismos se enriquecen, tienen un horizonte más amplio, tienen una vida más amplia y hermosa; para mí era una experiencia verdaderamente maravillosa ver cómo el espíritu del Señor, el espíritu de Cristo, abre los ojos para los demás, abre los ojos también para los ancianos, para los enfermos, para los abandonados, hace redescubrir en ellos el rostro de Jesús y así crea amor entre las generaciones, entre pobres y ricos, entre los formados en la cultura y otros menos formados y todos se reconocen como hijos de Dios y como hermanos y hermanas: y eso es algo hermoso, que realmente se ve a Jesús vivo, el Espíritu Santo es el Espíritu qeu ama y que es amor y que está presente, es eficiente en este mundo. Esperamos que esta fuerza se extienda y transforme cada vez más toda la sociedad. Gracias a todos, que paséis un buen día.»