Romero se convierte en beato. El abrazo de toda la Iglesia. (Artículo de Andrea Riccardi)

Oscar Romero, arzobispo de San Salvador, fue asesinado por los militares el 24 de marzo de 1980. Se convirtió en un icono para la Iglesia popular, representado en los murales de América Latina. Por otro lado, ha habido una gran oposición: Para los críticos, Romero no se había “convertido” a los pobres, sino que había sido manipulado por los jesuitas de la Universidad católica (asesinados en 1989 por grupos antiguerrilleros). El cardenal López Trujillo luchó contra el reconocimiento del martirio de Romero: consideraba al prelado demasiado “condescendiente con el marxismo” y tenía miedo de que su beatificación se transformase en la canonización de la teología de la liberación, a la que el cardenal se oponía. Sin embargo, ayer, la Congregación para la causa de los santos ha reconocido su martirio y el Papa Francisco ha aprobado la beatificación. ¿Una victoria de la Iglesia popular?

La historia es más compleja. En 1983, Juan Pablo II quiso ir a la tumba del arzobispo salvadoreño (a pesar de las oposiciones) y dijo: “Romero es nuestro”. Las relaciones entre los dos no habían sido idílicas, sin embargo, Wojtyla se inclinó ante el mártir. Romero, definido como “inolvidable” por el Papa, fue incluido por él en la lista de los caídos del siglo XX, después de haber sido excluido.

No era un teólogo de la liberación. La biografía escrita por Roberto Morozzo Della Roca* nos lo muestra como un pastor cercano a Pablo VI. En 1977, apenas nombrado arzobispo, quedó conmocionado por el asesinato de Rutilio Grande, párroco jesuita de marcadas capacidades pastorales. Comenzó entonces a defender los derechos de los pobres y de la Iglesia, como él decía. Le acusaron de hacer política contra el poder constituido: pero él no aceptaba que los salvadoreños fueran masacrados en medio de la sangrienta polarización entre guerrilla y derecha, ni que fueran condenados a la miseria por una oligarquía conservadora. La muerte llegó pronto. Romero lo sentía y en su última visita a Roma, en enero de 1980, dijo: “Yo regreso, pero me matan, no sé si la izquierda o la derecha”. Un mes después le confío a un amigo: “Me cuesta aceptar la muerte violenta que en estas circunstancias es muy posible”. No pidió que le trasladasen al Vaticano, como alguno le sugería. Fue asesinado mientras celebraba la misa, después de una predicación en la que hablaba de martirio.

Después de la muerte, Romero fue asumido como símbolo de la Iglesia popular. Sobre su proceso de beatificación, iniciado en 1993, han pesado cautelas y presiones, a pesar de que nada de crítico emergiera acerca de la ortodoxia del obispo. La deformación de la figura después de la muerte forma parte del martirio contemporáneo. Por motivos de oportunidad, el proceso fue detenido en varias ocasiones en el ex Santo Oficio hasta 2012. Poco antes de dimitir, sin embargo, Benedicto XVI autorizó su puesta en marcha de nuevo. Había que tomar una decisión sobre una figura que la historia ha reconstruido en su riqueza. Francisco ha decidido la beatificación de este obispo de los pobres como mártir. Más allá de viejas polémicas, hay una gran devoción popular hacia él en El Salvador. Su lema fue: Sentir con la Iglesia. Hubiera sido injusto no reconocer que Romero murió por la Iglesia y por su pueblo.

Andrea Riccardi

* Morozzo Della Roca, R. 2010. Monseñor Romero. Vida, pasión y muerte en El Salvador. Ed. Sígueme.

(Corriere della Sera 4 de febrero de 2015)

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